
Corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España continuaban llegando mercaderes, aventureros y no pocos felones, gentes de rompe y razga que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue don Tristán de Alzúcer que tenía un negocio de víveres y géneros en las Islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital a su hijo del mismo nombre, arribó cierto día de aquél año a la ciudad.
Después de
recorrer algunos barrios de la antigua Tenochtitlán don Tristán de
Alzúcer se fue a radicar en una casa de medianía allá por el rumbo de
Tlaltelolco y allí mismo instaló su comercio que atendía con la ayuda de
su hijo, un recio mocetón de buen talante y alegre carácter.
Tenía este don
Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su
ilustrísima, el Arzobispo don Fray García de Santa María Mendoza, quien
solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las
Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo.
Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las
islas del Pacífico contaba el comerciante.
Todo iba
viento en popa en el comercio que el tal don Tristán decidió ampliar y
darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la
Vera Cruz y a las costas malsanas de la región de más al Sureste.
Quiso la mala
suerte que enfermara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad
que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros que informaron a
don Tristán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que
se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para
que el joven enfermo de salvara.
Henchido de
dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que muriese, don Tristán
de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Virgen y prometió ir
caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía
regresar a su lado.
Semanas más
tarde el muchacho entraba a la casa de su padre, pálido, convalesciente,
pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.
Vinieron
tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de
padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de
cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba
sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al
recordar la promesa hecha a la Virgen.
Al fin un día
envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a
visitar a su amigo y consejero el Arzobispo García de Santa María
Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de
cumplimeinto a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería conveniente
hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen
rezando por el alivio de su vástago.
-Bastará con
eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dándole las
gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.
Don Tristán de
Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa,
al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado
el Arzobispo.
Más he aquí
que un día, apenas amanecida la mañana, el Arzobispo Fray García de
Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se
topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que pálido,
ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba
rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su
enflaquecida siniestra descansaba sobre su pecho.
El Arzobispo
le reconoció enseguida, y aunque estaba más pálido y delgado
que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.
- A dónde váis a estas horas, amigo Tristán Alzúcer?
- A cumplir
con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz
cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.
No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación .
Esa noche el
Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara
el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el
santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido,
muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán
lloraba ante el cadáver con gran pena.
Con mucho
asombro el prelado vio que el sudario con que habían envuelto al muerto,
era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que
sostenían sus agarrotados dedos, también era la misma.
-Mi padre
murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos-, pero
antes dijo que debía pagar no sé qué promesa a la Virgen.
Esto acabó de
comprobar al Arzobispo, que don Tristan Alzúcer estaba muerto ya cuando
dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.
En el ánimo
del prelado se prendió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese
vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era
necesario cumplir.
Pasaron los años...
Tristán el
hijo de aquel muerto llegado de las Filipinas se casó y se marchó de la
Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó
hasta terminado el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto
con el sudario amarillento y carcomido.
Desde aquél
entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Callejón del
Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle
República Dominicana.
Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja
Edit. EDAMEX
Carlos Franco Sodja
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