jueves, 31 de octubre de 2013

El armado

Allá a principios del Siglo XVI los habitantes de la Capital de la Nueva España veían salir a este hombre misterioso del rumbo del Callejón de Illescas, que hoy es Calle de Pedro Ascencio. Callado, mustio, si acaso saludando con un: "Vaya usted con Dios" o "Santas y buenas tardes tenga su merced", o "Dios Guarde a su Persona", se perdía entre las sombras del callejón de Los Gallos, cruzaba los pantanosos llanos y llegaba a Corpus Christi. De allí siempre con su paso lento, se llegaba hasta las puertas del Convento de San Francisco y penetrando con resolución se iba a postrar de hinojos ante el altar y capilla del Señor de Burgos.
 Grandes y prolongados gemidos escapaban de su pecho, gruesos goterones de llanto resbalaban por entre la rejilla de hierro de su celada y en un tintinear de espadas y armadura, se inclinaba hasta besar el suelo siete veces.
 Allí permanecía orando, gimiendo y pidiendo perdón sin que nadie osara acercarse para enterarse qué clase de culpas solicitaba expiar. Después, se levantaba y continuaba su camino hasta hallar otra iglesia en donde penetraba para repetir sus lloros y sus oraciones.
 Primero los transeúntes lo miraban con miedo, con ojos interrogantes y después con respeto y lástima, pues se decía que era un penitente que arrepentido de sus graves culpas, andaba de la Capilla del Señor de Burgos hasta cuantos altares le era permitido el tiempo, hasta llegada la medianoche en que se le veía alejarse recorriendo los callejones de Arsinas, de los Betlhemistas, de La Celada, de los Sepulcros, de Santo Domingo y de los Monasterios, para perderse como ya se dijo, por el rumbo del callejón de Illescas.
 Sin duda alguna se trataba de un caballero, a juzgar por la ropa que vestía, negra toda, de seda y astracán, de asfodelo y paños cubierto este atuendo con la pesada armadura que portaba, su espada en la que todos reconocieron como hoja de hidalgo caballero y un puñal de izquierda o de misericordia, pues en un duelo a estoque jamás se remata al rival cuando ya agoniza, sino que se le remata con este puñal misericordioso que llega a cortar la vida de una vez.
 Así, año tras año y noche tras noche, se veía cruzar callejones y plazuelas, entrar al templo y sollozar a los pies del Señor de Burgos, a este caballero misterioso a quien se llegó a conocer como "El Armado".
 Servíale una mujer enteca y fría, que sólo salía para comprar lo indispensable para el alimento diario y para escuchar misa en la iglesia de la Concepción, pero jamás se interrogó a esta sirvienta ni se supo el nombre ni la alcurnia de su amo "El Armado". Las gentes decían que se trataba de un conocido caballero que malo había sido en su juventud y que había violado damas y engañado esposos, que había maltratado indios y engañado a encomenderos y en fin, que llevó una vida crapulosa de la cual estaba arrepentido y purgaba sus culpas pidiendo perdón en capillas y conventos.
 Al fin, un día, cuando la vieja enteca y fría salió a comprar hogaza de pan y vino, descubrió que su amo pendía colgado de uno de los balcones de la casa, casa magnífica, de piedra y cantera, con grandes balcones enrejados.
 Corrió la vieja de un lado a otro llamando a la Justicia y a poco se presentaban alguaciles y corchetes.
 Se descolgó el cuerpo de "El Armado" y se vió a través de la celada un rostro enjuto, lloroso y triste todavía.
 En la empuñadura de su espada de caballero estaba enlazada solo una palabra "paz" y dos estrellas. En el interior de su casa, que era todo lujo y brillantez, se hallaron grandes y pesadas talegas llenas de oro y plata, cofres con joyas y objetos de arte y cuanto puede tener para ostentación y lujo un gran señor, cuyo nombre escapó a la acuciosa investigación y oidores y alguaciles.
 Y cuentan que años después y aún a principios de siglo, algunas gentes que pasaban a deshoras de la noche podían ver a "El Armado", colgado de los hierros de aquella casona ya ruinosa y quienes con valor se acercaban, escuchaban sus gemidos y veían que por entre la rejilla de la celada, resbalaban lágrimas de pena.
 No se supo el nombre y el vulgó bautizó a ese callejón como "El Callejón de el Armado", en memoria de aquel suceso espeluznante.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

Edit. EDAMEX

El puente del clerigo






Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos llanos en los que se levantaban unas cuantas casucas formando parte de la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña Margarita Jáuregui.
 El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
 Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.
 Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doña Margarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
 Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de la Nueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
 Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.
 Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o al puente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.
 Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.
 Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.
 El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse al puente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.
 No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura
 El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
 Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.
 Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.
 Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.
 No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.
 Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

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lunes, 14 de octubre de 2013

El señor del rebozo

A mediados del Siglo XVI funcionaba ya como convento Dominico, el edificio situado a espaldas del que fuera templo de Santa Catalina de Siena, ubicado en la calle de su nombre hoy República Argentina. Fundado por ayuda pecuniaria de tres mujeres sumamente religiosas y ricas conocidas por "Las Felipas", este convento recibía la ayuda de casas y encomiendas y rentas producto de una especie de fideicomiso de estas Felipas y así comenzó a recibir monjas que se acogían a la advocación de Santa Catalina de Siena.
 En el Templo que como se dice y se sabe, daba a la hoy calle de la República Argentina, estaba entrando a la derecha, un Cristo de madera, esculpido por anónimo escultor, uno de tantos imagineros que dejó para siempre su arte religioso sin que se recuerde su nombre. Era un Cristo de mirada triste, de palidez mortal, con grandes llagas sangrantes y una corona de espinas cuyas puntas parecían clavarse en la carne, la madera que asimismo escurría sangre. Daba lástima esta triste figura del Señor colocada a la entrada del templo, con su cuerpo llagado, flácido y apenas cubierto con un trozo de túnica morada.
 Tal vez este triste aspecto del Cristo cargando la Cruz fue lo que motivó a una monja que llegó como novicia bajo el nombre de Severa de Gracida y Alvarez y que más tarde adoptara al profesar, el de Sor Severa de Santo Domingo. Pues bien esta monja, cada vez que iba a misa al templo de Santa Catalina, se detenía para murmurar un par de oraciones al Señor cargado con tan pesada cruz al grado de que cada día lo advertía más agobiado, más triste, más sangrante.
 Pasaban los años y a medida que la monja Sor Severa de Santo Domingo solía pasar más tiempo ante el Cristo, mayor era su devoción, mayor su pena y más grande la fe que profesaba al hijo de Dios.
 Así pasaron los años, treinta y dos para ser más exactos, la monja se hizo vieja, enferma, cansada, pero no por eso declinó en su adoración por el Señor de la Cruz a cuestas, sino que aumentó a tal grado de que lo llamaba desde su celda en donde había caído enferma de enfermedad y de vejez.
 Una noche ululaba el viento, se metía por las rendijas, por el portillo sin vidrio ni madera, calaba hasta los huesos viejos y cansados de la monja. El aire azotaba la lluvia y la noche se hacía insoportable.
 -!Jesús.. Cristo mío! -gritó la monja con voz casi inaudible, pero llena de dolor, tratando de abandonar su lecho de enferma-, dejádme que cubra vuestro enjuto y aterido cuerpo... venid a mi señor, y mostráos ante esta pecadora que sólo ha sabido amarte y adorarte en religiosa reverencia.
 Arreció el vendabal...
 Y lo insólito de esta historia ocurrió entonces. Llamaron quedamente a la puerta de la celda de la enferma monja y ésta con muchos trabajos se levantó y abrió, para encontrarse ante la figura triste de un mendigo, casi desnudo, que parecía implorar pan y abrigo.
 La monja tomó un mendrugo, un trozo de la hogaza que no había tocado y le ofreció el pan mojado en aceite, agua y sacando de su ropero un chal, un rebozo de lana, cubrió el aterido cuerpo del mendigo.
 Terminado de hacer esto, el cuerpo de la monja se estremeció, lanzó un profundo suspiro y falleció.
 Al día siguiente hallaron su cuerpo yerto, pero oloroso a santidad, a rosas, con una beatífica sonrisa en su rostro marchitado por los años y la enfermedad.
 Y allá en el templo de Santa Catalina de Siena, cubriendo el enjuto y sangrante cuerpo del Señor con la cruz a cuestas, el rebozo o chal de la vieja monja.
 Desde entonces y considerado esto como un milagro, un acto inexplicable, las religiosas y los fieles bautizaron a esta imagen como "El Señor del Rebozo" y este cristo estuvo muchos años expuesto a la veneración de los feligreses, hasta la exclaustración de las monjas y cuando el gobierno cedió este hermoso y legendario templo, primero para templo protestante y después para biblioteca.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

Edit. EDAMEX

El callejón del muerto





Corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España continuaban llegando mercaderes, aventureros y no pocos felones, gentes de rompe y razga que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue don Tristán de Alzúcer que tenía un negocio de víveres y géneros en las Islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital a su hijo del mismo nombre, arribó cierto día de aquél año a la ciudad.
 Después de recorrer algunos barrios de la antigua Tenochtitlán don Tristán de Alzúcer se fue a radicar en una casa de medianía allá por el rumbo de Tlaltelolco y allí mismo instaló su comercio que atendía con la ayuda de su hijo, un recio mocetón de buen talante y alegre carácter.
 Tenía este don Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo don Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.
 Todo iba viento en popa en el comercio que el tal don Tristán decidió ampliar y darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la Vera Cruz y a las costas malsanas de la región de más al Sureste.
 Quiso la mala suerte que enfermara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros que informaron a don Tristán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo de salvara.
 Henchido de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que muriese, don Tristán de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Virgen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.
 Semanas más tarde el muchacho entraba a la casa de su padre, pálido, convalesciente, pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.
 Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la promesa hecha a la Virgen.
 Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero el Arzobispo García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimeinto a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su v&aacutestago.
 -Bastará con eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.
 Don Tristán de Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.
 Más he aquí que un día, apenas amanecida la mañana, el Arzobispo Fray García de Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que p&aacutelido, ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida siniestra descansaba sobre su pecho.
 El Arzobispo le reconoció enseguida, y aunque estaba más p&aacutelido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.
 - A dónde váis a estas horas, amigo Tristán Alzúcer?
 - A cumplir con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.
 No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación .
 Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán lloraba ante el cadáver con gran pena.
 Con mucho asombro el prelado vio que el sudario con que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrotados dedos, también era la misma.
 -Mi padre murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos-, pero antes dijo que debía pagar no sé qué promesa a la Virgen.
 Esto acabó de comprobar al Arzobispo, que don Tristan Alzúcer estaba muerto ya cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.
 En el ánimo del prelado se prendió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.
 Pasaron los años...
 Tristán el hijo de aquel muerto llegado de las Filipinas se casó y se marchó de la Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminado el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y carcomido.
 Desde aquél entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Callejón del Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle República Dominicana.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

Edit. EDAMEX

lunes, 7 de octubre de 2013

El fantasma de la monja






Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o una invención producto de las mentes de aquél siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomó patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y blasones.
 Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.
 Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.
 Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.
 Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.
 Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.
 Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.
 A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.
 -Nada podeís hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.
 Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.
 Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.
 Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.
 Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.
 Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.
 Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente.
 Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.
 Se lanzó hacia abajo.... Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
 Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.
 Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.
 El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.
 Sin embargo, un mes después, una de las novicias vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.
 Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.
 El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

Edit. EDAMEX

La calle de la Quemada






Muchas de las calles, puentes y callejones de la capital de la Nueva España tomaron sus nombres debido a sucesos ocurridos en las mismas, a los templos o conventos que en ellas se establecieron o por haber vivido y tenido sus casas personajes y caballeros famosos, capitanes y gentes de alcurnia. La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre de 5a. Calle de Jesús María y según nos cuenta esta dramática leyenda, tomó precisamente ese nombre en virtud a lo que ocurrió a mediados del Siglo XVI.
 Cuéntase que en esos días regía los destinos de la Nueva España don Luis de Velasco I., (después fue virrey su hijo del mismo nombre, 40 años más tarde), que vino a reemplazar al virrey don Antonio de Mendoza enviado al Perú con el mismo cargo. Por esa misma fecha vivían en una amplia y bien fabricada casona don Gonzalo Espinosa de Guevara con su hija Beatriz, ambos españoles llegados de la Villa de Illescas, trayendo gran fortuna que el caballero hispano acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas. Y dícese en viejas crónicas desleídas por los siglos, que si grande era la riqueza de don Gonzalo, mucho mayor era la hermosura de su hija. Veinte años de edad, cuerpo de graciosas formas, ojos glaucos, rostro hermoso y de una blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa cabellera bruna que le caía por los hombros y formaba una cascada hasta la espalda de fina curvadura.
 Asegurábase en ese entonces que su grandiosa hermosura corría pareja con su alma toda bondad y toda dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a los apestados y socorrer a los humildes por los cuales llegó a despojarse de sus valiosas joyas en plena calle, para dejarlas en esas manos temblorosas y cloróticas.
 Con todas estas cualidades, de belleza, alma generosa y noble cuna a lo cual se sumaba la inmensa fortuna de su padre, lógico es pensar que no le faltaron galanes que comenzaron a requerirla en amores para posteriormente solicitarla como esposa. Muchos caballeros y nobles galanes desfilaron ante la casa de doña Beatríz, sin que esta aceptara a ninguno de ellos, por más que todos ellos eran buenos partidos para efectuar un ventajoso matrimonio.
 Por fin llegó aquel caballero a quien el destino le había deparado como esposo, en la persona de don Martín de Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto caballero italiano que se prendó de inmediato de la hispana y comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino con abierta locura.
 Y fue tal el enamoramiento del marqués de Piamonte, que plantado en mitad de la calleja en donde estaba la casa de doña Beatríz o cerca del convento de Jesús María, se oponía al paso de cualquier caballero que tratara de transitar cerca de la casa de su amada. Por este motivo no faltaron altivos caballeros que contestaron con hombría la impertinencia del italiano, saliendo a relucir las espadas. Muchas veces bajo la luz de la luna y frente al balcón de doña Beatriz, se cruzaron los aceros del Marqués de Piamonte y los demás enamorados, habiendo resultado vencedor el italiano.
 Al amanecer, cuando pasaba la ronda por esa calle, siempre hallaba a un caballero muerto, herido o agonizante a causa de las heridas que produjera la hoja toledana del señor de Piamonte. Así, uno tras otro iban cayendo los posibles esposos de la hermosa dama de la Villa de Illescas.
 Doña Beatriz, que amaba ya intensamente a don Martín, por su presencia y galanura, por las frases ardientes de amor que le había dirigido y las esquelas respetuosas que le hizo llegar por manos y conducto de su ama, supo lo de tanta sangre corrida por su culpa y se llenó de pena y de angustia y de dolor por los hombres muertos y por la conducta celosa que observaba el de Piamonte.
 Una noche, después de rezar ante la imagen de Santa Lucía, vírgen mártir que se sacó los ojos, tomó una terrible decisión tendiente a lograr que don Martín de Scúpoli marqués de Piamonte y Franteschelo dejara de amarla para siempre.
 Al dia siguiente, después de arreglar ciertos asuntos que no quiso dejar pendientes, como su ayuda a los pobres y medicinas y alimentos que debían entregarse periódicamente a los pobres y conventos, despidió a toda la servidumbre, después de ver que su padre salía con rumbo a la Casa del Factor.
 LLevó hasta su alcoba un brasero, colocó carbón y le puso fuego. Las brasas pronto reverberaron en la estancia, el calor en el anafre se hizo intenso y entonces, sin dejar de invocar a Santa Lucía y pronunciando entre lloros el nombre de don Martín, se puso de rodillas y clavó con decisión, su hermoso rostro sobre el brasero.
 Crepitaron las brasas, un olor a carne quemada se esparció por la alcoba antes olorosa a jazmín y almendras y después de unos minutos, doña Beatriz pegó un grito espantoso y cayó desmayada junto al anafre.
 Quiso Dios y la suerte que acertara a pasar por allí el fraile mercedario Fray Marcos de Jesús y Gracia, quien por ser confesor de doña Beatriz entró corriendo a la casona después de escuchar el grito tan agudo y doloroso.
 Encontró a doña Beatriz aún en el piso, la levantó con gran cuidado y quiso colocarle hierbas y vinagre sobre el rostro quemado, al mismo tiempo que le preguntaba qué le había ocurrido.
 Y doña Beatriz que no mentía y menos a Fray Marcos de Jesús y Gracia que era su confesor, le explicó los motivos que tuvo para llevar al cabo tan horrendo castigo. Terminando por decirle al mercedario que esperaba que ya con el rostro horrible, don Martín el de Piamonte no la celaría, dejar&iacuta; de amarla y los duelos en la calleja terminarían para siempre.
 El religioso fue en busca de don Martín y le explicó lo sucedido, esperando también que la reacción del italiano fuera en el sentido en que doña Beatriz había pensado, pero no fue así. El caballero italiano se fue de prisa a la casa de doña Beatriz su amada, a quien halló sentada en un sillón sobre un cojín de terciopelo carmesí, su rostro cubierto con un velo negro que ya estaba manchado de sangre y carne negra.
 Con sumo cuidado le descubrió el rostro a su amada y al hacerlo no retrocedió horrorizado, se quedó atónito, apenado, mirando la cara hermosa y blanca de doña Beatriz, horriblemente quemada. Bajo sus antes arqueadas y pobladas cejas, había dos agujeros con los párpados chamuscados, sus mejillas sonrosadas, eran cráteres abiertos por donde escurría sanguaza y los labios antes bellos, carnosos, dignos de un beso apasionado, eran una rendija que formaban una mueca horrible.
 Con este sacrificio, doña Beatriz pensó que don Martín iba a rechazarla, a despreciarla como esposa, pero no fue así. El marqués de Piamonte se arrodilló ante ella y le dijo con frases en las que campeaba la ternura:
 -Ah, doña Beatriz, yo os amo no por vuestra belleza física, sino por vuestras cualidades morales, sóis buena y generosa, sóis noble y vuestra alma es grande...
 El llanto cortó estas palabras y ambos lloraron de amor y de ternura.
 -En cuanto regrese vuestro padre, os pediré para esposa, si es que vos me amáis. Terminó diciendo el caballero.
 La boda de doña Beatriz y el marqués de Piamonte se celebró en el templo de La Profesa y fue el acontecimiento más sensacional de aquellos tiempos. Don Gonzalo de Espinosa y Guevara gastó gran fortuna en los festejos y por su parte el marqués de Piamonte regaló a la novia vestidos, alhajas y mobiliario traídos desde Italia.
 Claro está que doña Beatriz al llegar ante el altar se cubría el rostro con un tupido velo blanco, para evitar la insana curiosidad de la gente y cada vez que salía a la calle, sola al cercano templo a escuchar misa o acompañada del esposo, lo hacía con el rostro cubierto por un velo negro.
 A partir de entonces, la calle se llamó Calle de la Quemada, en memoria de este acontecimiento que ya en cuento o en leyenda, han repetido varios autores, siendo estos datos los auténticos y que obran en polvosos documentos.
 

Fuente: Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja

Edit. EDAMEX